jueves, 26 de junio de 2014

Fiesta de san Pedro y san Pablo

Una pareja extraña para una fiesta peculiar

¿A quién se le ocurriría un homenaje común a Messi y Cristiano Ronaldo? Salvadas las enormes diferencias, la misma extrañeza produce esta fiesta que une a dos personajes muy distintos, de los que sabemos que, en cierto momento, en Antioquía de Siria, tuvieron un terrible altercado por motivos teológicos y prácticos. Parecería normal una fiesta de Pedro y Andrés, que eran hermanos; o de Pedro y Juan, que aparecen juntos a menudo en los evangelios y al comienzo del libro de los Hechos. Pero, ¿Pedro y Pablo?
La Iglesia, al unirlos en una celebración común, nos indica qué pretende con esta fiesta: no es cantar la gloria de ninguno de los dos santos (cosa que tanto nos gusta a los católicos) sino celebrar la obra común que Dios llevó a cabo a través de ellos.

Pedro, el cabecilla

Entre los discípulos de Jesús, Pedro fue sin duda el más lanzado, con el peligro que eso conlleva. Era el cabecilla del grupo, el primero en hablar en cualquier circunstancia, sin miedo a reprender a Jesús cuando anuncia su pasión, sin miedo a llevarle la contraria cuando quiere lavarle los pies o cuando anuncia que todos los traicionarán. El ser tan lanzado lo sitúa también en el lugar más peligroso, y termina negando a Jesús. Pero, como él mismo termina confesando después de la resurrección: «A pesar de todo, tú sabes que te amo». No es raro que Jesús lo viese como el cabecilla natural del grupo después de su muerte.

Pablo, el hombre universal

Pero la expansión de la Iglesia primitiva es humanamente inconcebible sin la figura de Pablo. Todos hemos leído su conversión. Lo que muchos no conocen es la revelación que Dios le hizo y en la que él tanto insiste en sus cartas: que la buena noticia de Jesús no era sólo para los judíos sino también para todo el mundo; para judíos y paganos. Es cierto que a mediados del siglo I ya hay cristianos en Roma (a ellos les dirige Pablo su famosa carta), pero si el evangelio se extiende por lo que actualmente es Turquía, Grecia, quizá España, es gracias a la labor de Pablo, que recorrió miles de kilómetros y se expuso a toda clase de peligros por llevar la fe en Jesús «hasta los confines de la tierra».

El enfoque de las lecturas

La liturgia concede especial importancia a Pedro, dedicándole las lecturas primera y tercera (evangelio). A Pablo dedica la segunda. En ambos casos se destacan los aspectos de protección divina y misión.

PEDRO: PROTECCIÓN Y MISIÓN

1ª lectura: protección divina

Se expresa a través de un sorprendente milagro: Pedro, a pesar de estar encadenado y vigilado por cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno, es liberado durante la noche por un ángel.

En aquellos días, el rey Herodes se puso a perseguir a algunos miembros de la Iglesia. Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan. Al ver que esto agradaba a los judíos, decidió detener a Pedro. Era la semana de Pascua. Mandó prenderlo y meterlo en la cárcel, encargando de su custodia a cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno; tenla intención de presentarlo al pueblo pasadas las fiestas de Pascua, Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él. La noche antes de que lo sacara Herodes, estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con cadenas. Los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel. De repente, se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda. Tocó a Pedro en el hombro, lo despertó y le dijo:
 ― Date prisa, levántate.
Las cadenas se le cayeron de las manos, y el ángel añadió:
― Ponte el cinturón y las sandalias.
Obedeció, y el ángel le dijo:
― Échate el manto y sígueme.
Pedro salió detrás, creyendo que lo que hacía el ángel era una visión y no realidad. Atravesaron la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la calle, y se abrió solo. Salieron, y al final de la calle se marchó el ángel. Pedro recapacitó y dijo:
― Pues era verdad: el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos. 

Resulta imposible no pensar en la liberación de los israelitas de Egipto, cuando el ángel marcha delante de ellos también durante la noche. Esta es la tercera vez que meten a Pedro en la cárcel, y la segunda que lo saca un ángel. Algo que llama la atención, porque otros cristianos no gozan del mismo grado de protección divina: a Esteban lo apedrean, a Santiago lo degüellan, a Pablo lo persiguen a muerte y tienen que descolgarlo en una espuerta… Por otra parte, el mismo Pedro terminará crucificado según la tradición.
Esta primera lectura, que puede provocar una sonrisa escéptica en muchos cristianos actuales, tiene gran valor simbólico. Basta pensar en los últimos Papas, atados con todo tipo de cadenas: geográficas, culturales, económicas (desde el lejano caso Marcinkus hasta los recientes escándalos del IOR), tradiciones que tienen muy poco que ver con el evangelio, y vigilados por multitud de cardenales, obispos y teólogos (más atentos que las cuatro cohortes romanas de Pedro). Buen momento para pedirle a Dios que envíe un ángel a liberar a Francisco.

Evangelio: misión

La misión se cuenta con el famoso episodio de la confesión de Cesarea de Felipe, que parte de la gran pregunta: ¿quién es Jesús? El pasaje se divide en tres partes: 1) lo que piensa la gente; 2) lo que afirma Pedro; 3) la promesa de Jesús a Pedro.

Lo que piensa la gente

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
― ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron:
― Unos que Juan Bautista, otros que Ellas, otros que Jeremías o uno de los profetas.

Jesús realiza una encuesta: quién dice la gente que es él. Un lector moderno con cierta cultura bíblica pensará que el resultado no puede ser más descorazonador. Para la gente, Jesús no es un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la vida, se trate de Juan Bautista, Elías, Jeremías o de otro profeta. De estas opiniones, la más "teológica" y con mayor fundamento sería la de Elías, ya que se esperaba su vuelta, de acuerdo con Malaquías 3,23: "Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible; reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra".
Al lector moderno le puede resultar interesante que el pueblo vea a Jesús en la línea de los antiguos profetas, en lo que pueden influir muchos aspectos: su poder (como en los casos de Moisés, Elías y Eliseo), su actuación pública, muy crítica con la institución oficial, su lenguaje claro y directo, su lugar de actuación, no limitado al estrecho espacio del culto...
Sin embargo, cuando se conoce la época de Jesús, la visión anterior resulta inadecuada. En la mentalidad popular, el título de "profeta" tiene fuertes connotaciones políticas; significa que la gente ve a Jesús como un libertador. Flavio Josefo nos ha dejado testimonio de varios "profetas" surgidos por entonces. Su visión es muy negativa, pero interesante:
"Hombre engañadores e impostores, que bajo apariencia de inspiración divina realizaban innovaciones y cambios, induciendo a la multitud a actos de fanatismo religioso y la llevaban al desierto, como si allí Dios les hubiese mostrado los signos de la libertad inminente. Félix envió caballería e infantes contra estos, matando a gran cantidad. Mayor desgracia fue la que trajo sobre los judíos el falso profeta egipcio. Efectivamente, llegó al país un hombre charlatán, que, habiéndose ganado reputación de profeta, reunió a casi treinta mil de los seducidos por él; desde el desierto los llevó al monte de los Olivos, desde donde, según decía, podía penetrar a la fuerza en Jerusalén, vencer a la guarnición romana e imponerse como tirano sobre el pueblo" (Guerra de los Judíos II, 258-263).
Este mentalidad popular del profeta como libertador político es la que comparten los discípulos de Emaús; para ellos, Jesús era "un profeta poderoso en obras y en palabras... nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel" (Lc 24,19-21).

Lo que afirma Pedro

Jesús quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea distinta:

Él les preguntó:
― Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
― Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»

Es una pena que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta, porque habría sido interesantísimo conocer las opiniones de los demás.
Según Mc 8,29, la respuesta de Pedro se limita a las palabras "Tú eres el Mesías". Mt añade "el Hijo de Dios vivo". ¿Aporta algo especial este añadido? Según algunos, Pedro confesaría no sólo la misión salvadora de Jesús (Mesías), sino también su filiación divina (Hijo de Dios). Sin embargo, esta teoría no es tan clara como parece. El rey de Israel -y por tanto el Mesías- era presentado desde antiguo como "Hijo de Dios" o "Hijo del Altísimo". En el fondo, parece que Mateo no añade nada nuevo. En cualquier caso, hay un dato indiscutible: confesar a Jesús como "Hijo de Dios" ya lo habían hecho los discípulos después de verlo caminar sobre las aguas (14,33). Por consiguiente, la novedad no reside aquí, sino en el título de Mesías. En su origen, el Mesías era el rey de Israel, al que se ungía derramando aceite sobre la cabeza. Con el paso del tiempo, especialmente en los siglos II y I a.C., la imagen del Mesías fue adquiriendo rasgos cada vez más sorprendentes, como se advierte en los Salmos 17 y 18 de Salomón (de origen fariseo, no forman parte de la Biblia). De él se esperaba la liberación política de Israel y la instauración de una sociedad de justicia, paz en entrega al Señor.
Por consiguiente, la confesión de Pedro reviste una importancia y novedad enormes. Además, es importante advertir que se sitúa inmediatamente después del episodio de fariseos y saduceos, representantes del judaísmo oficial, que no aceptan a Jesús. Pedro, contra la opinión oficial, ve en Jesús al salvador del pueblo elegido por Dios.

Las promesas de Jesús a Pedro

Jesús le respondió:
― ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo. 

Esta tercera parte es exclusiva de Mateo y es la fundamental para la fiesta de hoy. En los evangelios de Marcos y Lucas, el pasaje de la confesión de Pedro en Cesarea de Felipe termina con las palabras: "Prohibió terminantemente a los discípulos decirle a nadie que él era el Mesías". Sin embargo, Mateo introduce aquí unas palabras de Jesús a Pedro.
Comienzan con una bendición, que subraya la importancia del título de Mesías que Pedro acaba de conceder a Jesús. Humanamente hablando, Pedro es un hereje o un loco. Para Jesús, sus palabras son fruto de una revelación del Padre. Nos vienen a la memoria lo dicho en 11,25-30: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y aquel a quien el Padre se lo quiere revelar".
Basándose en este revelación, no en los méritos de Pedro, Jesús le comunica unas promesas: 1) sobre él edificará su Iglesia; 2) le dará las llaves del Reino de Dios; 3) como consecuencia de lo anterior, lo que él decida en la tierra será refrendado en el cielo.
Las afirmaciones más sorprendentes son la primera y la tercera. En el AT, la "roca" es Dios. En el NT, la imagen se aplica a Jesús. Que el mismo Jesús diga que la roca es Pedro supone algo inimaginable, que difícilmente podrían haber inventado los cristianos posteriores. (La escapatoria de quienes afirman que Jesús, al pronunciar las palabras "y sobre esta piedra edificaré mi iglesia" se refiere a él mismo, no a Pedro, es poco seria).
La segunda afirmación ("te daré las llaves del Reino de Dios") se entiende recordando la promesa de Is 22,22 al mayordomo de palacio Eliaquín: "Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá". Se concede al personaje una autoridad absoluta en su campo de actividad. Curiosamente, el texto de Mateo cambia de imagen, y no habla luego de abrir y cerrar sino de atar y desatar. Pero la idea de fondo es la misma.
El texto contiene otra afirmación importantísima: la intención de Jesús de formar una nueva comunidad, que se mantendrá eternamente. Todo lo que se dice a Pedro está en función de esta idea.
¿Por qué pone de relieve Mateo este papel de Pedro? ¿Le guía una intención eclesiológica, para indicar cómo concibe Jesús a su comunidad? ¿O tienen una finalidad mucho más práctica? Ambas ideas no se excluyen, y la teología católica ha insistido básicamente en la primera: Jesús, consciente de que su comunidad necesita un responsable último, encomienda esta misión a Pedro y a sus sucesores.
Es posible que haya también de fondo una idea más práctica, relacionada con el papel de Pedro en la iglesia primitiva. Uno de los mayores conflictos que se plantearon desde el primer momento fue el de la aceptación o rechazo de los paganos en la comunidad, y las condiciones requeridas para ello. Los Hechos de los Apóstoles dan testimonio de estos problemas. En su solución desempeñó un papel capital Pedro, enfrentándose a la postura de otros grupos cristianos conservadores (Hechos 10-11; 15). En aquella época, en la que Pedro no era "el Papa", ni gozaba de la "infalibilidad pontificia", las palabras de Mateo suponen un espaldarazo a su postura en favor de los paganos. "Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Es Pedro el que ha recibido la máxima autoridad y el que tiene la decisión última.

PABLO: PROTECCIÓN Y MISIÓN

De Pablo se podrían haber elegido infinidad de textos, dada la abundancia de sus cartas y lo mucho que cuenta de él el libro de los Hechos. La liturgia ha elegido un breve pasaje, muy autobiográfico, de la segunda carta a Timoteo. A punto de morir, Pablo recuerda su intensa actividad apostólica y espera el premio prometido. Al mismo tiempo, es consciente de que siempre contó con la ayuda y la fuerza del Señor. Igual que a Pedro lo liberó milagrosamente, a él lo ha librado también de la boca del león, no milagrosamente, sino después de naufragios, azotes, apedreamientos, hambre y sed.

Querido hermano: Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida. El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén. 



jueves, 12 de junio de 2014

Fiesta de la Santísima Trinidad. Ciclo A.

El año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la Trinidad.
Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con la del Corpus) contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el Prefacio sea más propio de una clase de teología que de una celebración litúrgica. En cambio, las lecturas son breves y fáciles de entender, centrándose en el amor de Dios.

La única definición bíblica de Dios

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo, ofrece la única definición (mejor, autodefinición) de Dios en el Antiguo Testamento y rebate la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios terrible, amenazador, a diferencia del Dios del Nuevo Testamento propuesto por Jesús, que sería un Dios de amor y bondad. La liturgia, como de costumbre, ha mutilado el texto. Pero conviene conocerlo entero.
            Moisés se encuentra en la cumbre del monte Sinaí. Poco antes, le ha pedido a Dios ver su gloria, a lo que el Señor responde: «Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Para un israelita, el nombre y la persona se identifican. Por eso, «pronunciar el nombre de Yahvé» equivale a darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco más tarde, cuando el Señor pasa ante Moisés proclamando: 
           
«Yahvé, Yahvé, el Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos» (Éxodo 34,6-7).

            Así es como Dios se autodefine. Con cinco adjetivos que subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de esto tiene que ver con el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira por tierra ese falso concepto de justicia divina que «premia a los buenos y castiga a los malos», como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen perfectamente equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal. Pero su capacidad de perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa la imagen de las generaciones. Mientras la misericordia se extiende a mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No hay que interpretar esto en sentido literal, como si Dios castigase arbitrariamente a los hijos por el pecado de los padres. Lo que subraya el texto es el contraste entre mil y cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y la escasa capacidad de castigar. Esta idea la recogen otros pasajes del AT: 

            «Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso,
            paciente, misericordioso y fiel» (Salmo 86,15). 

            «El Señor es compasivo y clemente,
            paciente y misericordioso; 
            no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. 
            No nos trata como merecen nuestros pecados 
            ni nos paga según nuestras culpas; 
            como se levanta el cielo sobre la tierra, 
            se levanta su bondad sobre sus fieles; 
            como dista el oriente del ocaso, 
            así aleja de nosotros nuestros delitos; 
            como un padres siente cariño por sus hijos, 
            siente el Señor cariño por sus fieles» (Salmo 103, 8-14).

            «El Señor es clemente y compasivo,
            paciente y misericordioso; 
            El Señor es bueno con todos, 
            es cariñoso con todas sus criaturas» (Salmo 145,8-9).

            «Sé que eres un dios compasivo y clemente,
            paciente y misericordioso,
            que se arrepiente de las amenazas» (Jonás 4,2).

El amor de Dios al mundo

El evangelio insiste en este tema del amor de Dios llevándolo a sus últimas consecuencias. No se trata sólo de que Dios perdone o sea comprensivo con nuestras debilidades y fallos. Su amor es tan grande que nos entrega a su propio hijo para que nos salvemos y obtengamos la vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Nuestra respuesta: el amor mutuo

En la carta de Pablo a los corintios Dios se convierte en modelo para los cristianos. La misma unión y acuerdo que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu debe darse entre nosotros, teniendo un mismo sentir, viviendo en paz, animándonos mutuamente, corrigiéndonos en lo necesario, siempre alegres.

Hermanos: Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.



miércoles, 4 de junio de 2014

Domingo de Pentecostés. Ciclo A.

Para el Greco, María Magdalena vale por ciento siete

En el famoso cuadro de Pentecostés pintado por El Greco, que ahora se conserva en el museo del Prado, hay un detalle que puede pasar desapercibido: junto a la Virgen se encuentra María Magdalena. Por consiguiente, el Espíritu Santo no baja solo sobre los Doce (representantes de los obispos) sino también sobre la Virgen (se le permite, por ser la madre de Jesús) e incluso sobre una seglar de pasado dudoso (a finales del siglo XVI María Magdalena no gozaba de tan buena fama como entre las feministas actuales). Ya que el Greco se inspira en el relato de los Hechos, donde se habla de una comunidad de ciento veinte personas, podemos concluir que la Magdalena representa a ciento siete. ¿Cómo se compagina esto con el relato del evangelio de Juan que leemos hoy, donde Jesús aparentemente sólo otorga el Espíritu a los Once? Una vez más nos encontramos con dos relatos distintos, según el mensaje que se quiera comunicar. Pero es preferible comenzar por la segunda lectura, de la carta a los Corintios, que ofrece el texto más antiguo de los tres (fue escrita hacia el año 51).

La importancia del Espíritu (1 Corintios 12, 3b-7.12-13)

            En este pasaje Pablo habla de la acción del Espíritu en todos los cristianos. Gracias al Espíritu confesamos a Jesús como Señor (y por confesarlo se jugaban la vida, ya que los romanos consideraban que el Señor era el César). Gracias al Espíritu existen en la comunidad cristiana diversidad de ministerios y funciones (antes de que el clero los monopolizase casi todos). Y, gracias al Espíritu, en la comunidad cristiana no hay diferencias motivadas por la religión (judíos ni griegos) ni las clases sociales (esclavos ni libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también desaparecen las diferencias basadas en el género (varones y mujeres). En definitiva, todo lo que somos y tenemos los cristianos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.

Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Volvemos a las dos versiones del don del Espíritu: Hechos y Juan.

La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)

            A nivel individual, el Espíritu se comunica en el bautismo. Pero Lucas, en los Hechos, desea inculcar que la venida del Espíritu no es sólo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Por eso viene sobre todos los presentes, que, como ha dicho poco antes, era unas ciento veinte personas (cantidad simbólica: doce por cien). Al mismo tiempo, vincula estrechamente el don del Espíritu con el apostolado. El Espíritu no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios», como reconocen al final los judíos presentes.

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban:
― ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

La versión de Juan 20, 19-23

            El evangelio de Juan, en línea parecida a la de Pablo, habla del Espíritu en relación con un ministerio concreto, que originariamente sólo compete a los Doce: admitir o no admitir a alguien en la comunidad cristiana (perdonar los pecados o retenerlos).

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
― Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
― Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
― Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

            Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla.

El don de lenguas

«Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).
El primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho esfuerzo.
El segundo es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”).
Sin embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos.